Leyendo
a Unamuno, encontré interesante su modo de ver al hombre como una realidad
dividida: el sentimiento y la Razón. Por ello, me voy a centrar en la obra “San
Manuel Bueno, Mártir” y más concretamente en un determinado fragmento de ella en el que queda reflejado el
pensamiento y la intención de Unamuno.
-Miguel de Unamuno nació en Bilbao en 1864. En 1880 se
trasladó a Madrid donde estudió la carrera de Filosofía y Letras. Unos años más
tarde sufrió una crisis religiosa que influiría con fuerza tanto en su vida
como en sus obras.-
“San
Manuel Bueno, Mártir” trata el conflicto entre el deseo de creer en la vida
eterna y, la razón que se enfrenta a la fe. Manuel Bueno, es el sacerdote de la
parroquia de Valverde de Lucerna y a pesar de ello no cree en la vida eterna.
Él, junto con los hermanos Ángela y Lázaro Carballino forman un triángulo en el
que se aborda el asunto de la fe desde tres perspectivas distintas.
Y entonces Lázaro, mi hermano, tan pálido y tan
tembloroso como don Manuel cuando le dio la comunión, me hizo sentarme en el
sillón mismo donde solía sentarse nuestra madre, tomó huelgo, y luego, como en
íntima confesión doméstica y familiar, me dijo:
-Mira, Angelita, ha llegado la hora de decirte la verdad,
toda la verdad, y te la voy a decir, porque debo decírtela, porque a ti no
puedo, no debo callártela y porque además habrías de adivinarla y a medias, que
es lo peor, más tarde o más temprano.
Y entones, serena y tranquilamente, a media voz, me contó
una historia que me sumergió en un lago de tristeza. Cómo don Manuel le había
venido trabajando, sobre todo en aquellos paseos a las ruinas de la vieja
abadía cisterciense, para que no escandalizase, para que diese buen ejemplo,
para que se incorporase a la vida religiosa del pueblo, para que fingiese creer
si no creía, para que ocultase sus ideas al respecto, mas sin intentar siquiera
catequizarle, convertirle de otra manera. (...)
-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendí sus móviles, y
con esto comprendí su santidad (...). Y no me olvidaré jamás del día en que
diciéndole yo: "Pero, don Manuel, la verdad, la verdad ante todo",
él, temblando, me susurró al oído -y eso que estábamos solos en el campo-:
"¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable,
algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella". "¿Y por qué
me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?", le dije. Y él:
"Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en
medio de la plaza y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las
almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen
inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente,
que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no
vivirían. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerlos vivir. ¿Religión
verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacer vivir
espiritualmente a los pueblos que las profesan, en canto les consuelan de haber
tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la
suya, la que ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás,
aunque el consuelo que les doy no sea el mío".
Éste es
uno de los pasajes fundamentales de la obra. Al leerlo, cabría preguntarse por
qué si San Manuel no cree en algo más allá de la vida, no tiene fe, sigue practicando la religión y enseñándola y
se empeña en darle un sentido a la vida ligado a Dios. Esta conducta de debe a
lo siguiente; lo primero, es que para San Manuel era tan importante creer en la
vida como creer que había algo después de ella (aunque su Razón no lo permitía)
y además lo que persigue el sacerdote es
proteger al pueblo, quizá de sí mismo.
Es decir, cree que si ellos pensaran como él estarían perdidos. En el
pueblo, las personas eran incultas, estaban muy poco formadas, lo que significa
que eran muy vulnerables espiritualmente. El sacerdote considera que no serían capaces
de entender o profundizar otros pensamientos que no envuelvan la religión.
Éstas eran sus preocupaciones para con su pueblo, él no los quería defraudar y
en este aspecto podemos notar un increíble humanismo. Puede que el pueblo no se
recuperara si supiera o entendiera que Dios ha muerto.
Dios ha muerto. Dios sigue
muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los
asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo ha
poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre
de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará? ¿Qué rito expiatorio, qué juegos sagrados
deberíamos inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para
nosotros? ¿Debemos aparecer dignos de ella?
Nietzsche, La gaya ciencia, sección 125
En esta
obra, Miguel de Unamuno está caracterizado por el personaje principal. Al igual
que el sacerdote quiere creer en Dios pero no lo hace, Unamuno pasó por
diferentes etapas y nunca tuvo claro si creer en la religión para darle un
sentido a la vida, porque él (al igual que todos) quería vivir eternamente, no
morir nunca, o dedicarse a usar su razón que limita por todos lados la
existencia de un Dios y/o una vida eterna.
Por
ello, además de estar clasificada como novela deberíamos contemplarla como una obra
filosófica, ya que es continua la presencia de una tesis que implica la
filosofía y toda la obra gira en torno al mismo tema: “todo lo vital es
irracional y todo lo racional es antivital”. ¿Por qué parte nos inclinamos más?
¿Sentimiento que nos impulsa a la plenitud de la vida o Razón que limita
nuestros deseos?
Muy bien Raquel. Esta entrada sí me ha gustado mucho (más que las anteriores).
ResponderEliminarSaludos